Tenemos la sensación que lo que sentimos viene de fuera de nosotros: el otro me pone nervioso, me enfada, me hace sentir mal, me agobia, me alegra, me hace feliz… No voy a negar que desde fuera nos vienen los estímulos que sentimos pero se necesita de nosotros para que ese estímulo se convierta en sensaciones. Tenemos que interpretar lo que vivimos para sentirlo. Sólo los arcos reflejos no necesitan de nuestra interpretación: un pellizco duele pensemos o no.
Cuando nos ocurre algo, vivimos algo, ahí está nuestra mente interpretando, sacando conclusiones, buscando en nuestra memoria experiencias anteriores, hablándonos sobre lo ocurrido o, más allá, de lo que ocurrirá. Y debido a todo este diálogo interior es por el que sentimos.
Ante un mismo hecho, si pensamos cosas diferentes, nuestro sentimiento será diferente. Ante un mismo suceso si hemos o no tenido experiencias previas, nuestros sentimientos serán diferentes.
Nuestra mente intenta ayudar; aunque a veces lejos de hacerlo, nos aturde, nos provoca tal cascada de malas sensaciones y sentimientos que nos paraliza. Su misión es ser rápida, acudir en nuestra ayuda al instante. Para ello ha ido realizando automatismos que agilizan su velocidad: cuando algo lo he vivido y repetido (de forma más o menos idéntica) la mente lo automatiza, lo registra de tal manera que sin parecer que pensamos, nos habla y de esa información sentimos, actuamos.
Pensemos en el acto de conducir: cuando somos novatos, la mente (la parte audible de nuestro cerebro) la oímos hablarnos, dándonos órdenes de qué debemos hacer para conducir correctamente. Este diálogo es de tal calibre que no podemos atender a otros estímulos: no escuchamos la radio, no vemos el paisaje, no podemos conversar con los otros pasajeros. Cuando este acto de conducir lo repetimos y repetimos, nuestra mente lo pasa a un automatismo, de tal manera que nos deja la mente (la zona audible de nuestro cerebro) libre para pensar en otras cosas que conducir, mirar el paisaje, conversar con los pasajeros, escuchar la música de nuestro equipo, sin que por ello nuestra conducción sufra ningún detrimento.
¿Cómo lo hace? Desde otra zona, más oculta, no audible, nos manda las instrucciones necesarias para que nuestra conducción sea eficaz. Por eso, a veces, llegamos a nuestro destino sin sentir que hemos conducido o no sabemos en qué marcha vamos si nos lo preguntaran.
Estos automatismos nos facilitan la vida, nos permiten no tener que estar en constante diálogo interior para saber qué hacer, cómo hacerlo y qué consecuencias tendrá. Nos libra de tener que ser conscientes de muchas actividades cotidianas: lavarnos los dientes, ducharnos, poner la cafetera, coger el ascensor, conducir, cerrar el gas, cerrar la puerta de casa, la del coche…
Pero por ese mismo sistema de automatizar series de pensamientos que nos llevan a realizar una acción o provocarnos una emoción y que agilizan nuestra vida, la mente también automatiza otros pensamientos que no facilitan nuestra vida, más bien nos la perjudican. La mente no tiene criterio para decidir qué es funcional o no para nuestras vidas: sólo siente que lo repite, por lo tanto decide ¡debe ser útil!
De esta forma se van integrando en nuestro repertorio de automatismos, redes de pensamientos (pensamientos enlazados) negativos (que nos provocan malestar) y que van a aparecer de forma automática (sin que medie nuestra voluntad) cada vez que la situación se parezca a aquellas que dieron origen al automatismo.
Hablaremos de estos pensamientos negativos y de qué podemos hacer con ellos en el próximo post.